martes, 26 de mayo de 2009

REQUIEM

REQUIEM


Allí lo encontré. Sentado, paciente, con la mirada fija en mi, esperaba ser visto y escuchado. Solo me pidió unos momentos de dedicación para contarme su vida. Allí estaba, sentado sobre una gran piedra, en la arena. Pálido, transparente, pero su armadura brillaba como el sol del mediodía, cegándome con sus destellos, empuñaba su es espada, y la agitaba cada vez que ponía mas énfasis en explicarme algún detalle de su relato, intentando vivirlo de nuevo.
Yo era el primer hombre con el que conseguía hablar desde su ultimo dialogo terrenal. Intente explicarle como pude todo lo sucedido desde entonces: donde estábamos, quienes y como éramos ahora los españoles. No me entendió, me escuchaba absorto, intentado encontrarle algún sentido a lo que estaba escuchando.
Poco a poco fue convenciéndose de su triste realidad, mientras cambiaba la expresión de su cara, intentando transmitirme con ella su angustia hasta que, al fin, reconoció el hecho cierto de su muerte. Le prometí contar su historia, buscar a su familia y contarles su verdadera historia y restaurar su buen nombre, nombre que olvide preguntarle.
Lo único que me pidió por ultimo, fue que lo llevara a descansar a un patio de ocho pares de finas columnas árabes, en cuyo centro, una alberca de agua clara, con peces de colores, lo repescara.
Se lo prometí, observando como desaprecia su figura, mientras de su cabeza, creía con extrema lentitud la única prueba física de la autenticidad de esta mi historia: el morrión.


FIN.

XX LAS CATARATAS

XX LAS CATARATAS


Embarqué a 100 infantes en las barcazas y nos dejamos arrastrar por la corriente de río. Días después ya habíamos pasado toda la parte conocida del río y comenzamos a navegar por territorio desconocido. La corriente hacia cada vez mas violenta a medida que avanzábamos. Poco a poco la cosa se empezó a complicar y empezamos a tener problemas con las piedras que sobresalían del agua. Por fortuna para nosotros, nos acompañaban varios asturianos expertos en navegación fluvial y, gracias a ellos, pudimos ir sorteándolas hasta llegar un poco más abajo donde, nos encontramos con un nuevo remanso del río, donde por fin pudimos amarrar las barcazas.
Al día siguiente y, tras una reparadora noche de descanso, continuamos el viaje por aquel río que ya nos había aclarado las dudas sobre sus posibilidades de ser remontado por nave alguna. De todos modos no teníamos más remedio que continuar bajando y encontrar su desembocadura con única vía de escape.
Mas abajo, nos encontramos con restos humanos de castellanos atados a troncos de árboles, y con claros signos de violencia extrema. Los desatamos, recogimos y dimos cristiana sepultura. Aquello nos desconcertó de nuevo. Lo que menos podíamos esperar en aquellos parajes era señales de hombres, menos de castellanos. ¿Cómo habían llegado hasta allí? ¿Y lo que para peor, quienes eran estos nuevos indios, responsable de la matanza?
Preocupados, pero impulsados por el siempre inagotable espíritu de aventura continuamos río abajo. Buscamos por cuantos rincones encontrábamos en nuestro, cada vez, más inquietante río. Podríamos el mayor cuidado al realizar cualquier tipo de incursión. Temía que un nuevo ataque de los indígenas causara bajas entre las ya por si mermadas fuerzas.
Al poco, el río recobró sus aguas bravas y tomamos todas las medidas necesarias para poder gobernar y asegurar nuestra navegabilidad. Llegado el momento, y dada la violencia del río y a la vista de lo peligroso que se estaba volviendo todo aquello, decidimos acercarnos a la orilla y continuar a pie. Fue demasiado tarde. No conseguimos controlar las barcazas y cada uno se arreglo como pudo para alcanzar la orilla. Solo dos barcazas lograron llegar a tierra por sus propios medios, y gracias. Pudimos recuperar algunos caballos, cuatro cañones y seis culebrinas. De los doscientos hombres, cuarenta desaparecieron para simple arrastrados por la corriente del río.
Cuando logramos reorganizarnos y comprobamos que al otro lado del río había llegado otro par de barcazas, todo un problema por la dificultad que supondría haber quedado separados por el cauce del río en dos grupos. El grupo del otro lado lo integraban unos treinta hombres desamparados al no disponer de ningún tipo de pertrechos, y el otro conmigo al frente de ciento y pico de hombres, con lo poco que conseguimos salvar.
Avanzamos ambos grupos de forma paralela al cauce del río como único medio de no perder el contacto entra ambos grupos e intentar esperar a encontrar algún lugar donde poder reagruparnos. Pero en contra de lo previsto, la corriente cobraba de forma progresiva mas fuerza, a la vez que se ensanchaba el cauce. No parecía haber sitio por donde intentar cruzarlo. En un desesperado intento de conseguirlo, tendimos unos largos cabos a riego de la vida de algunos hombres que se dejaron arrastrar ¡fue patético! Los hombres en su ansiedad por llegar, no tuvieron la mínima precaución y se colgaron más de las cuenta el mismo tiempo, y el cabo tendido con tanta dificultad termino por partir. Quedaron a merced de la corriente y solo uno de ellos logro llegar hasta nosotros con vida gracias a que se agarro al cabo por la parte que nos unía a el y pudimos arrastrarlo hasta nosotros.
Pero a pesar del desastre no nos quedaba otra opción que continuar con la misión. Un poco mas adelante, al río empezó a estrecharse a la vez que aumentaba aun más la fuerza de su corriente. También comenzó a llegarnos un estruendoso ruido, que delataba de forma clara lo que, un poco mas adelante íbamos a descubrir. En efecto, unas cuantas horas después vimos como ante nosotros desaparecía la tierra entre una gigantesca nube de agua. Cuando conseguimos asomarnos al corte, no pude calcular la altura de la catarata, pero, desde luego, era la mayor que jamás había visto en mi vida.
Allí pareció acabar el viaje. Tendríamos que sepáranos del otro grupo de hombres a intentar reunirnos abajo. Pero, ¿Por qué donde bajaríamos? Por allí, era imposible. No apreciamos ningún lugar con un mínimo de seguridad para intentarlo. Así pues, mientras empezamos a caminar, vimos como perdíamos de vista nuestros compañeros del otro lado. Desde ese momento todos quedábamos abandonados a nuestras propias suertes.
El camino se hacia cada vez mas sinuoso. La pequeña vereda por la que avanzábamos, trazada por alguna desconocida tribu estaba en muy mal estado y con muchas piedras que dificultaba el andar a los caballo cargados de enseres. Cada vez se hacía más y más difícil de avanzar con las continuas caídas, que gracias a dios, no causaron ninguna baja entre ellos.
Nos fuimos alejando de la catarata, pero el corte de tierra no parecía tener fin. Desde allí daba la sensación de que acababa un mundo y quienes abajo existiera otro muy distinto, con gente y pueblos muy diferentes a los visto hasta ahora. Esto era lo único que nos mantenía con moral para seguir avanzado, además de, claro esta, que nos no quedara otro remedio si queríamos regresar alguna vez a Nueva Granada.
Entre nosotros, las enfermedades empezaban a cobrarse sus tributos debido a nuestra, cada vez, más debilitadas fuerzas y escasos alimentos. Por mi parte, aunque también bastante debilitado, todavía conservaba la suficiente fuerza como para mantener alta mi moral e intentar contagiársela a mis hombres. Parecía como so Dios quisiera siempre castigarme de ese modo, haciéndome ver impotente, todas nuestras desgracias: primero el juicio de la inquisición, después, Maria Luisa y mi hija, Rodrigo, Ledesma, Musí y, quienas, a estas alturas, también mi padre. Todos habían abandonado la vida y pesaban sobre mi conciencia.
Pera lo que mas me mortificaba, era el hecho de no haber podido conocer a mi hija. ¿Para qué tanta lucha? ¿Para qué tanta conquista? Tan solo mi hermano Luís, del que nada sabia, sacaría provecho de tanto sacrificio. Lo daría por bien empleado, si el menos él, tenia suerte con su destino y utilizaba esto para el engrandecimiento de la familia. Pero, de forma egoísta ¿Qué me aportaría a mí una vez muerto? Ganas me daban de regresar por donde había venido y volver a Osuna, o a Granada para terminar allí mis días, sentado en algún fresco patio. Sin embargo el penoso pasar de los días en estas tortuosas tierras, se encargaba de llevarme de nuevo a la triste realidad diaria: teníamos que seguir avanzando.
Atravesamos una basta región con frondosa y verde vegetación. A los pocos días, por fin pudimos llegar a donde comenzaba a suavizase la pendiente y permitirnos bajar por ella. Una vez abajo, teníamos que desandar lo andado para llegar de nuevo al río e intentar localizar a nuestros compañeros. Por allí era mucho más fácil avanzar; la vegetación no era tan frondosa y nos permitió caminar con bastante comodidad.
Lo que encontramos era igual a lo que ya conocíamos. Ningún nuevo poblado indígena, ninguna nueva especia de animal o planta, si vimos un nuevo tipo de fruta, que gracia a Dios y por fortuna, no resulto ser dañino, porque los hombres se atiborraron, en cuanto la probaron y comprobaron su riquísimo sabor.
Al llegar bajo las cataratas, el arco iris multicolor, que de forma permanente cubría el valle nos pareció la puerta del cielo. Permanecimos bajo sus frescas y claras aguas hasta olvidándonos por un momento de todos nuestros pesares y dedicándonos únicamente a evadirnos, limpiarnos y refrescarnos.
No pudimos ver a nadie al otro lado. Empezamos a buscar algún lugar por donde cruzar al otro lado. Un poco más abajo, existía un pequeño lago, donde las aguas se amansaban, tomándose un respiro, antes de continuar su violento viaje, pero no nos atrevimos a cruzar en las condiciones en las que nos encontrábamos y arriesgarnos a algún ataque al que no podríamos responder.
Lo más curioso fue un hombre que se nos había despistado, quien regreso al campamento y nos contó que habiéndose adentrando bajo las aguas de la cascada había descubierto un pequeño pasaje por donde, poco a poco y con muchísimo cuidado, podíamos pasar al otro lado del río. Por él no podían pasar caballos ni cañones, pero, al menos, podríamos reencontramos con nuestro hombre cuando consiguieran llegar.
Al otro lado construimos un pequeño campamento, con la ayuda de los pocos enseres que nos quedaban y aprovechando lo que podíamos de la vegetación, según las enseñanzas de los indígenas en esta materia. En el dejamos un grupo de hombres, a la espera de los que faltaban.
Allí permanecimos el suficiente tiempo como para estar seguros de que ya no volveríamos a ver estos hombres. Dejamos señales de nuestra presencia e instrucciones para que nos siguieran, en caso de que el fin llegara.
Esa zona del río era mas tranquila, pero no lo suficiente para arriesgarnos a navegar de nuevo por el, eso si, por fortuna, pudimos pescar ricas piezas y alejar el hambre. Más adelante, el río se amanso por completo, animándonos a construir, balsas y con ellas, continuar río abajo. Fue entonces cuando, un poco mas adelante, encontramos los cuerpos de nuestros compañeros desaparecidos, empalados junto al río.
Por el avanzado estado de putrefacción que presentaban sus cuerpos, deba la impresión de haber ocurrido bastantes días atrás. Lo bajamos de allí con las pocas fuerzas que nos quedaban y dimos cristiana sepultura. No nos dieron cuartel, nada mas enterrar al ultimo hombre comenzaron a atacarnos desde todos los ángulos. Nos habían cogido desprevenidos. No pudimos o no supimos reaccionar con la debida celeridad y produjeron numerosos bajas entre nosotros. Aquello fue tal desastre que lo único que pudimos conseguir es salir corriendo cada uno por donde pudo.

Cuando termine de correr y tuve la certeza de que ningún indígena me perseguía, me senté sobre un grueso tronco cubierto de lecho húmedo. Poco a poco empezaron a llegar los escasos hombres que lograron seguir mis pasos.
Tal como iban llegando, se iban arrojando cada uno allí donde podía, derrotados por el cansancio. Estuvimos mirándonos, sin hablar. Nuestras miradas resultaban suficientemente expresivas. El cansancio, el desamparo, la amargura, la desesperación, la muerte, se reflejaba de modo inequívoco sobre nuestros maltratados y rotos rostros. Después de varias horas, por fin conseguimos incorporarnos y continuar avanzando sin rumbo fijo. Tan solo nos quedaba la esperanza de que se produjese la intervención de María Santísima, realizando algún milagro, que nos librara de esta vez, mas que segura muerte.
Unos días después, tan solo quedábamos cuatro hombres. Poco a poco iban cayendo uno tras otro, solo lográbamos enterrarlos como podíamos. Ya sin esperanzas, dejábamos pasar los días a la espera de encontrarnos con la muerte en cualquier instante. Yo no dejaba de preguntarme el porque de mi suerte ¿Cuál era la razón de tan mala suerte y tanta desgracia? Los hombres, para mi ventura, nunca llegaron a perded la fe y confianza en mi. Les intentaba animar y dar la esperanza de que mas tarde o mas temprano, terminaríamos por encontrar alguna salida, seguros como estaban de que la suerte me acompañaba en estos casos: siempre había logrado regresar al poblado, a pesar de todas la veces que me habían dado por desaparecido. Pero en el fondo ya sabíamos cual sería nuestro final.
Imaginaba lo confundidos que estaban esta vez. Lo más que podía hacer, era intentar mantener alta su moral y animarles para proseguir la marcha. De forma lenta y discreta, la muerte empezó a reinar triunfalmente entre nosotros. No vino a buscarnos la muerte, dejo que fuésemos nosotros mismos quienes la fuésemos a buscar y terminar con todo aquello de una vez. Pero la muerte prefería seguir jugando con nosotros. Nos tocaba levemente con sus manos de seda, sin apretarnos si quiera, conocedora “compañera” de nuestra extremada disposición a irnos con ella a la mínima señal por su parte.
Lo extraño era que, físicamente no estábamos tan mal. Si no fuera por la certeza de la inutilidad de nuestros esfuerzos, lucharíamos…. Pero, ¿contra quien? ¿Contra quienes íbamos a luchar cuatro moribundos sin armas? Nunca lo supe, sin embargo continuamos caminando día tras día, como si de nuestro interior saliera esa nobleza castellana que nos llevo hasta aquellas tierras. No queríamos que fuese ella quien nos ordenase el fin de nuestra vida, habíamos decidido no caer en esa tentación, sino ser nosotros quienes decidiéramos cuando y donde encontrados con ella.
Intentamos con todas nuestras cuezas, cambiar el final de nuestra propia historia. No creíamos que estuviésemos muy lejos de una salida airosa a nuestra situación. Creímos ver el pueblo, la desembocadura del río, e incluso hombres con sus armaduras limpias y brillando a contra luz que venían a nuestro encuentro.
En nuestros sueños, de interminables luchas agónicas, recordábamos paisajes, pueblos y amigos de nuestra infancia. Pasábamos mas tiempo volando con nuestra imaginación que intentando realmente salir adelante. Nuestro animo y espíritu cambiaba con cada acontecimiento que nos ocurría en el transcurso de los días.
Luchábamos. Luchábamos por todo, por un paso más, por conseguir algo de alimento, por una oportunidad o por un simple baño con agua clara. Luchábamos por darle la justa importancia a cada cosa. Convertíamos cualquier cosa en un gran triunfo, incluso aquello que, en circunstancias normales, no se tendría en cuenta. Lo hacíamos. Lo hacíamos, quienas como ultimo acto de independencia y rebeldía contra la muerte, que nos seguía acechando pacientemente esperando nuestra entrega.
Una mañana, descubrimos como dos de nuestros compañeros, habían cedido a los encantos de tan seductora e infatigable compañera de viaje. Este golpe fue definitivo para nosotros dos. Parecía que al fin se había decidido a reclamarnos y Luís, mi último compañero, decidió también entregarse en un descuido por mi parte: se atravesó con su espada, ayudándose de una roca del camino. Quizás la única roca que vimos durante todo el camino.
Recogí mi espada del suelo y comencé a caminar, cortando cuantas plantas se me interponían, como si detrás de mi, llevara a todos los hombres que conmigo partieron. Esta vez, estaba seguro de que no estaría Rodrigo para despertare, que nadie estaría allí para hacerlo. Quizás jamás me encontraran, pero decidí morir como había vivido, luchando.
Por ese único motivo continué y continué haciendo lo único que podía y que me quedaba por hacer, caminar y caminar a la espera que me llegara mi turno, el último, el último turno, que de forma tan caprichosa había dispuesto la muerte para mi.
Ente la inacabable y frondosa selva, anduve y corte todo lo que se me ponía en el camino, aguante todo lo que mi cuerpo pudo dar de si. El tempo dejo de existir, los días, fundidos con las noche pasaban ya sin ser contados. Andaba día y noche sin cesar acumulando esfuerzos y cansancio. Cuando ya no pude aguantar mas me senté sobre unos confortables matojos y me recosté, consiguiendo entrar en el largo sueño del que nunca logre despertar.
Los recuerdos se empezaron a agolpar ante mí de tal forma que conseguía verlos todos juntos y al mismo tiempo. Mi infancia con Luís, las encarnizadas batallas con el Padre Jesús cuando aun era pequeño, mi madre, las enseñanzas de Fray Juan, su formación sobre el arte de la lucha con espada, de la monta, de cómo se debe mandar para ser obedecidos, mi padre, recordándome en todo instante quien era, quien tenia que ser. Mi pasado, mi familia, todo estaba allí conmigo.
Eso me agradaba. Al mismo tiempo que intentaba volver, despertarme, despertar de forma desesperada, una y otra vez, conocedor del significado de toda aquella paz y tranquilidad. Pero, ¿estaba muerto?... ¿Dónde estaban Luís, Rodrigo, Maria Luisa, mi hija, Musí y todas aquellas personas que dejaron la vida antes que yo? ¿No nos prometieron reencontrarnos en el Reino de los Muertos? Yo continuaba solo, y así seguí buscando, año tras año, algo o alguien que me explicara donde estaba o quien era.

lunes, 25 de mayo de 2009

XIX IRIQUI

XIX IRIQUI


Cuando llegamos a las pirámides donde estaban enterrados nuestros hombre y una vez rezado un responso por el eterno descanso de sus almas, continuamos el viaje justo donde lo habíamos dejado.
Empezamos a bajar la ladera del monte, sin encontrar ninguna pista que nos indicara la existencia de indígenas por aquella zona. Entramos en un valle profundo y estrecho, donde la vegetación llego a espesarse como nunca hasta entonces. Cruzarlo nos llevo bastante tiempo y esfuerzo, lo que nos dejo debilitados durante varios días visto desde mi llegada a estas tierras. Estaba formado por una mullida capa de hierba que rodeaba un pequeño lago, de aguas finísimas y de muy buen sabor. Aquel sitio sería perfecto para fundar alguna ciudad, si no fuese por lo recóndito y extraño del lugar, de todos modos, dejamos allí a unos cuantos hombres con nuestras pesadas cargas, mientras el resto continuábamos la búsqueda.
Realizábamos todo tipo de tareas, no solo la de perseguir indios, recogíamos plantas, aves, frutas y todo aquello que no nos fufa conocida, sin olvidar la importantísima labor que consistía en trazar los planos de todas las nuevas zonas por las que pasábamos. Esta vez si pude dedicar mas tiempo a estas labores, conmigo venían varios aficionados a la botánica, con quienes pude compartir muchos ratos agradables de tertulia, mientas intentábamos clasificar todo lo que recogíamos. Esto era lo anecdótico del viaje, el trabajo diario era bastante mas duro para los hombres debido a lo difícil dureza del terreno por el que caminábamos. Casi a diario teníamos que lamentar la perdida de alguno de ellos, para el decaimiento en general del resto de infantes.
El tiempo pasaba sin que encontráramos nada. Parecía que para descubrir algo en estas tierras había que pagar su tributo previo, tanto en fatigas y tiempo, como en vidas humanas. Tributo en los momentos más difíciles no era comprendido por los hombres, que como siempre eran los más perjudicados. En el fondo, también eran los cocientes de estos riesgos y lo asumían. Todos habían llegado hasta aquí buscando que la suerte les hicieran ricos y salir de la mísera vida que llevaban en tierras castellanas, extremeñas y andaluzas. De todos modos, solo la mínima parte conseguía su objetivo, el resto, por norma se perdían en las expediciones, de las que nunca se sabia el final, después morían de enfermedades desconocidas y otros muchos de hambre o perdidos en aquella interminable jungla.
Había quien si conseguía hacer fortuna en las nuevas tierras. Eran estos los que, cuando llegaban a sus pueblos cargados de oro, mandaban a los indias nuevos contingentes de hombres, intentando que pretendían seguir su misma suerte. Por ahora, gracias a Dios, los hombres que venían conmigo, y yo mismo, estábamos entre los elegidos por fortuna.
Una vez que nos cansamos de perseguir fantasmas, dimos media vuelta y regresamos a las pirámides. Cuando nos estábamos acercando, los indígenas que llevábamos como guías, regresaron y nos contaron que el campamento estaba lleno de aborígenes celebrando algún extraño rito.
En efecto, cuando pudimos acercarnos los suficientes para ver con claridad, apreciamos con horror que habían desenterrado los cuerpos de nuestros hombres y, una vez descuartizados, los espaciaban por los alrededores, utilizando cuerdas a modo de onda. No lo pensamos: de nuevo cogimos las armas y cargamos violentamente contra ellos. No paramos de combatir hasta despejar toda la zona de las pirámides. No se si se libro de la muerte algún indígena, pero, por primera vez, no sufrimos bajas entre nosotros, lo que reflejaba hasta que punto se emplearon en el cuerpo a cuerpo los hombres.
La amenaza parecía haber sido eliminada, pero seguíamos sin obtener resultado en la búsqueda del poblado que contacto ahínco buscamos y, para mayor desgracia, no logramos capturar a ningún indígena vivo a quien poder interrogar y desvelar la localización del poblado.
Un par de días depuses, continuamos la exploración por la ladera opuesta. Esta zona parecía mucho mas fácil, avanzamos mucho mas y los hombres, después de lo las pirámides habían recuperado la moral.
Bajamos por lo que parecía el cauce seco de algún torrente en el que el agua, aparecía, y desaparecía a su capricho, hasta llegar por fin otro lago, de parecidas características al que anteriormente habíamos encontrado. Allí decidimos establecer un nuevo campamento y buscar en círculo el poblado. Tuvimos suerte; en la primera salida que hicieron los hombres, encontraron algo extrañísimo que no supieron explicar con suficiente claridad.
Hacia allá nos dirigimos con mayor rapidez. Al acercarnos, tampoco yo supe explicarme que era lo que veían mis ojos. Parecía una rara y gigantesca colmena de abejas. Que de cada celda, se despenaría una escala hasta el suelo.
Ante de adéntranos en su misterio, me permití el lujo de dedicarme unos momentos a dibujar tan extrañas formas. Cuando termine empujado por las prisas de mis oficiales, entramos sigilosamente, con las armas empuñadas. Por aquel lugar parecía no haber nadie. Quizás fueran sus arbitrantes las victimas de nuestro último ataque, pero de que entre ellos no había mujeres ni niños, por lo que alguien debía haber quedado allí, y no tardaron mucho en salir. Instantes después comenzaron a aparecer desde todos los rincones. Incontenibles en su primer momento, nos vimos obligados a replegarnos contra un pequeño muro de tierra, que por lo menos nos cubrió la retaguardia. Desde esa posición empezamos a deshacernos del inesperado ataque consiguiendo disparar las culebrinas, que dieron al mismo buen resultado de siempre: los indígenas emprendieron la huida despavoridos entre la vegetación de la selva, como si nunca hubiesen estado allí, pero esta vez si tuvimos que lamentar la perdida de algunos hombres. Incendiamos todo aquel extraño poblado, más digno de animales que de seres humanos y regresamos a las pirámides.
Reunidos todos junto a una fogata, llegamos a la conclusión de que aquel pueblo no era al que buscábamos. No era posible que una construcción tan solo como una pirámide fuera obre de los mismos que Vivian en tan primitivo poblado. Teníamos que seguir buscando a los constructores de aquellos monumentos.
Cuando por fin decidimos regresar a Nueva Granada, con las manos tan vacías como cuando salimos, uno de nuestros hombres atrapo a un indígena. Una vez interrogado, nos relato la existencia de un gran poblado al otro lado del río. A este poblado lo conocían con el nombre de Iriquí, que traducido de su extraño dialecto, significaba algo parecido a “la ciudad que brilla”. La traducción literal que nos hizo el oficial encargado de ello nos abrió los ojos de tal forma que a más de uno parecieron salirse los ojos de las orbitas. No hizo falta organizar nada, esta vez: esas mágicas palabras en boca del oficial, fueron la orden más rápidamente cumplida por un infante que yo recuerde. A las pocas horas de ser pronunciadas ya estábamos nuevamente en marcha.
Continuamos bajando por el río para aprovechar su corriente. La llegada hasta las proximidades de Iriquí, fue rápida. Al tener ante nosotros aquella majestuosa ciudad. Ordene pasar de largo y un poco más abajo, apostados en la orilla, pensar mejor los planes trazados, en vista de las dimensiones.
En un primer momento, estuve tentado de enviar por más ayuda, pero la gran distancia que nos separaba me hizo desistir ya que si esperábamos a los refuerzos, lo mas seguro es que seriamos descubiertos antes de su llegada. Así pues decidimos quedarnos allí y vigilar al poblado, antes de tomar una decisión.
Cada día enviábamos a algunos hombres a vigilar el poblado. Salían temprano y volvían al anochecer, informando de todo lo que habrían visto y que nos fuese de utilidad. De ese modo descubrimos que era el primer poblado con algo parecido a un ejército organizado, convirtiéndose esto desde ese momento, en nuestro principal problema.
¡Menos mal que tuvimos tiempo! Gracias a ello, pudimos hacernos una idea bastante aproximada de cómo funcionaban. Tenían de todo, excepto caballos y armas de fuego. Los hombres venían contentas las excelencias de los tiradores indígenas, los que erraban muy poco en el tiro. Un poblado, en fin, digno de ser conquistado por nosotros, con todos los honores.
Acordamos permanecer allí y organizarnos mientras enviamos a Nueva Granada por más gente ya que, tan peligroso era ser descubiertos, como atacar con nuestras fuerzas todo aquel ejercito.
Por primera vez, el tiempo pasaba tan deprisa que no nos daba tiempo a preocuparnos de las pequeñeces que, en otras ocasiones, nos parecían de tan difícil solución y causa de graves enfrentamientos y desmoralización entre nosotros. Así, sin apenas darnos cuenta, llegaron los refuerzos, gracias a la experiencia acumulada tras nuestras primeras incursiones en el nuevo río.
Mi padre no vino debido a una dolencia que le impedía andar más de tres o cuatro minutos. Representándolo, al mando de las fuerzas de refresco, venia otro experto capitán de nuestra confianza, llamado José de Mendoza. Con el llegaron otros quinientos hombres totalmente pertrechados con todo tipo de armas y artilugios. Montaron tal escándalo que no me explico como no fuimos descubiertos por el enemigo, pero este, andaba tan ocupado y seguro de si, Clen podía imaginar lo que tan cerca se estaba organizando.
Cuando al fin estuvo todo organizado, colocamos los cañones y culebrinas en los puntos donde pensamos harían mayor daño y crearían mayor confusión en los primeros momentos, ya que eso seria nuestro mejore aliado. Aprovecharíamos la confusión para entrar al galope, y dar tantas pasadas como dos fuese posible. Intentaríamos sacar a la gente del pueblo, con el fin de no entablar combate directo con ellos, porque nos superaban infinitamente en número y un ataque frontal seria nuestra perdición.
En las primeras horas del día, y tras observar que nadie andaba por las calles de Iriquí, ordene abrir fuego. Con el estruendo de los primeros impactos sobre sus edificios, sus moradores saliendo a la calle, tan despavoridos como estaba previsto, mineras buscaban algún lugar seguro donde esconderse, pero no lo había. Cuando vimos que existía suficiente confusión, entramos en el pueblo a galope y empuñando las armas, cortamos cuantas cabezas se cruzaban en nuestro camino. Cuando todo termino, entro el resto de los hombres. Por fortuna, cuando estos entraron ya no quedaban muchos indígenas con ganas de seguir peleando y tardaron poco en comenzar a tirar sus armas. Concentrándose en las plazas.
Reunidos a todos los supervivientes en una gigantesca plaza que daba al río. Allí su Rey les explico la nueva situación, que acataron de inmediato. Poco a poco fuimos registrando casa por casa, sacando de ellas todo aquello que poseía algún valor para nosotros. Lo recogido se iba acumulando en la plaza, bajo unos cuantos cobertizos, construidos para tal fin, por los mismísimos indígenas. ¡Que poco les imputaba que sacáramos todo aquello! Era como si de nuestras casas se llevaran lo que menos valor tuviese para nosotros. Escala de valores pensé.
De inmediato regrese a nueva Granada fui recibido por mi padre que se encontraba bastante decaído, a pesar del empeoramiento que había sufrido su estado general de salud, aguanto estoicamente todo mi relato. El principal problema que encontró era el de siempre: como llevar todo aquel oro hasta Nueva Granada. Remontar el río era tarea imposible, y llevarlo a pie de locura, así pues no quedaba otro remedio que encontrar una vía a través de es nuevo río. Misión que me ordeno preparar de inmediato. Tras dejar organizado Iriquí, al que bautizamos con el nombre de “San Julián” en honor a este santo tanta devoción tenia mi padre.
A San Julián llegue con mas hombres para establecerme allí mientras buscaba voluntarios para la misión que me había encomendado mi padre. Esta vez fue mucho más difícil conseguir la gente necesaria: los hombres se encontraban cansados y el oro conseguido les parecía suficiente para saciar la ambición de la mayoría, solo pensaban en regresar lo más rápidamente posible a sus casas y disfrutar.
Utilizando este motivo, intente convencerlo de la necesidad y urgencia de esta misión: para poder ir a sus casas, debíamos descubrí la nueva vía por donde hacerlo, ya que por Nueva Granada era del todo imposible. No tuve mucha suerte, me tuve que conformar con reclutar soldados entre aquellos que llevaban menos tiempo en las nuevas indias y aún no habían conseguido recompensa alguna, y entre aquellos cuya ambición parecía no terner fin. De ese modo, apena reuní doscientos hombres, por lo que la misión se me antojaba mucho mas complicada de lo que en un principio me pareció.
Tampoco le di la mayor importancia, pero creo que debería haber regresado a Nueva Granada. Informar de mis problemas y reunir allí a los hombres que me hacían falta. Las ganas de germinar con aquello rápidamente, y un exceso de optimismo, me llevaron a comenzar la búsqueda con lo que pude conseguir en San Julián.
Sobre Iriquí no doy más señales, por ser de muy parecidas características a las de Nueva Granada, pero con muchísima más riquezas. Según que cuando regresara habiendo descubierto esa nueva vía de comunicación se convertiría en la más ciudad importante de las que hasta entonces habíamos descubierto.

XVIII EL OTRO RIO

XVIII EL OTRO RIO


Andaba Rodrigo preocupado por la lenta marcha que llevábamos debido a la cantidad de hombres que componían la expedición y la tremenda espesura de la selva. Durante todo el día, estábamos obligados a ir de forma continua cortando matojos y más matojos. Los caballos, fatigados por el calor y la humedad, se negaban a continuar caminando, obligándonos a fustigarlos más de lo necesario, tanto a ellos, como a nosotros mismos.
Desde mi primera andadura por esta tierras no recordaba nada igual, y menos mal que no estábamos en época de lluvia, porque en ese caso si que no hubiésemos podido hacer el camino. Por lo que menos preocupado estaba en esta misión, era por lo referente a la organización de nuestra defensa. Los hombres y animales que integrábamos la larga serpiente metálica, avanzando entre la basta vegetación, era mas que suficiente para mantener a raya a los indígenas que pudiesen cruzarse en el camino. Por el momento no habíamos visto a ninguno.
Tardamos poco en encontrar el río, estaba más cerca de San Juan de lo que habíamos previsto en un principio. De forma inmediata envíe emisarios a nueva Granada con la grata noticia. Los que nos quedamos en el río comenzamos a construir balsas con las que empezar a navegar por el río y averiguar si era el mismo u otro distinto al conocido, en cuyo caso, deberíamos encontrar su desembocadura.
El lugar donde habíamos encontrado el río era ideal: tenía un gran claro, rodeado de buena madera y el fondo del cauce parecía lo bastante profundo para permitir construir balsas de gran tamaño con el fin de llevar al mayor número de gente posible.
Construimos tres balsas, donde subimos setenta hombres en total. Yo mandaba todo el grupo y la primera de ellas, Rodrigo capitaneaba la segunda y la tercera iba bajo el mando del joven capitán Hernández. El resto de hombres quedaron esperando a mi padre para ponerse bajo su mando.
Nos dejamos llevar por la corriente del río con la máxima atención posible, tanto para no perdernos como para no ser sorprendidos por un ataque inesperado. Si conseguíamos llevar el rumbo corriente y estábamos en el mismo río, no tardaríamos mucho en encontrar San Juan. El único y grave problema era la posibilidad de equivocarnos y, en vez de seguir río abajo, meternos en algún afluente de que terminara por perdernos por aquella selva.
Los primeros días de navegación transcurrieron con la misma monotonía de la selva cuando esta tranquila. Al tercer día vimos aparecer un pequeño poblado en la margen derecha del río. Estaba todo el pueblo congregado en la orilla, observando con curiosidad nuestra llegada. Era la primera vez que ocurría que todo un pueblo saliera a recibirnos por las buenas: esto logró sorprendernos y nos pusimos en guardia ante tanta inesperada amabilidad.
Al llegar junto al diminuto embarcadero, pusimos pie en tierra, mientras dejábamos en las balsas a los hombres con las armas preparadas por si tenían que salir a rescatarnos. Unos cuantos indígenas nos cogieron de la mano y nos llevaron ante presencia de un anciano que parecía ser su jefe, rey o como llamaran a este individuo. Una vez situados frente a él, no quería que acabáramos con sus vidas. Así y para nuestra mayor sorpresa, acataron de buen grado nuestra llegada, reconociendo a Dios, al Emperador y cuantos les pusiéramos delante. Creo que la fama que habíamos adquirido, después de tantas masacres, el mismísimo Satanás, hubiera acepado todos nuestros condones, con tal de no provocar nuestra cólera.
Le preguntamos si este río comunicaba con otro mayor que existía por allí cerca, nos dio unas nada esclarecedoras respuestas de las que dedujimos que no conocían bien el terreno más Allá de sus propias tierras. A este pequeño pueblo, le pusimos el nombre de “San Judas”, capricho del Agustino que nos acompañaba.
Después de dejar a diez hombres en el poblado, proseguimos río abajo. Rodrigo andaba algo inquieto, sin saber a ciencia cierta la razón. Decía que tanta tranquilidad y sosiego no le gustaba, prefería la acción aunque era mas duro de llevar. Como era normal entre los hombres, siembres había división de opciones, yo desde luego prefería a la tranquilidad. A eso de media tarde, el río empezó por primera vez, desde que llegue a estas tierras, a embravecerse por la corriente y así ahorrando por primera vez la engorrosa necesidad de impulsarnos de forma manual.
En un principio nos alegro pero, de inmediato caímos en las dificultares que esto acarrearía a la hora de regresar por el río en caso de que fuese necesario. Rodrigo, como buen optimista, no le dio la menor importancia, decía que al llegar a San Juan, volveríamos caminando, y en paz. ¡Quizás llevara razón! Por el momento ya teníamos un pequeño problema, no habríamos como volver en caso de no estar en el río que pensábamos.
Con la corriente más fuerte de lo acostumbrado, avanzamos más terreno de lo previsto. A este ritmo ya deberíamos haber llegado a San Juan y, sin embargo no teníamos la minima señal. El paisaje era muy distinto, por lo que o, nos habíamos despistado, o bien, y más lógico, este no era el río que conocíamos, sino uno distinto al principal. Decidimos continuar unos cuantos días más y en caso de no alcanzar San Juan, volveríamos como pudiésemos río arriba dando por sentado, haber descubierto un nuevo río mucho más bravo que el anterior, siendo inútil por tanto para nuestros propósitos. A cambio teníamos ante nosotros, todo un nuevo territorio para explorar y conquistar.
Cuando empezábamos a pensar en dar media vuelta, vimos a lo lejos, cruzando el río unas canoas decoradas con colores muy vivos. Estos indígenas no nos hicieron el menor caso. Rodrigo, de inmediato se puso alerta y mando preparar todas nuestras armas disponibles, ya que, justo al cruzar el río, esos hombres habían desaparecidos.
Cuando llegamos, pudimos explicarnos el porque de su desaparición, el río por donde habíamos bajado no era sino un afluente de otro mucho mayor, por donde pasaron las canoas divisadas. Lo más extraño era el modo en que desembocaba el afluente; totalmente vertical. Sin ningún tipo de delta, meandro o accidente. Allí, en perpendicular ese mismo lugar, amarramos las balsas, mientras decidíamos que hacer.
Yo opinaba que lo mejor seria reiniciar el camino de regreso y volver más preparados, lo que sin duda, era todo un reto. Rodrigo, compartía la opinión de los hombres que querían continuar por el nuevo cauce y buscar nuevos poblados, con la esperanza de nuevas recompensas en oro. Así pues, me dejé convencer y nos dejamos arrastrar por la corriente del nuevo río.
El cauce se hacía cada vez más ancho. Parecía ser aun mayor que el que conocíamos, si no fuese por la fuerte corriente, nuestros barcos podrían rebotarlo sin ninguna dificultad. Sin embargo, su tamaño era también el mayor obstáculo para nosotros. Nos obligaba a navegar pegados a una de las márgenes del mismo, porque, de hacerlo por el centro perderíamos el control sobre la barcaza.
Navegábamos por la izquierda, tal como habíamos decidido tras mucho discutir, pero, en verdad, parecía que la diosa fortuna nos había dado la espalda, ya que por allí no se podía ver nada, solo la misma vegetación de siempre. Por esta razón, cambiamos de margen, pero por desgracia, obtuvimos el mismo resultado negativo: por ningún lado aparecían signos de vida.
Más adelante, en una diminuta pero suficiente playa para nuestro desembarco, montamos el campamento y nos dispusimos a Hacer algunas incursiones desde allí. En la primera partió Rodrigo acompañado por quince hombres. A los pocos días regresaron sin resultado alguno. Organizamos algunas incursiones más de este tipo, sin que ninguna nos diera señales de nada. Así pues, recogimos el campamento y continuamos río abajo.
La siguiente playa en la que desembarcamos era mayor que la anterior y pudimos permitirnos el “lujo” de montar las tiendas. Desde esta playa observamos unos montes, no muy lejanos de donde estábamos. Y a los que podíamos sin demasiadas dificultadas.
Hacia allá partió Rodrigo acompañado por más de veinte hombres. Como esta misión llevaría algún tiempo, aproveche el mismo para internaros en la selva y empezar a buscar la comida que ya nos estaba haciendo falta. Nos volveríamos a encontrar transcurridas varias semanas, una vez cumplido el plazo, no tener noticias de Rodrigo, me dispuse a partir en su búsqueda.
Seguimos el sendero dejado por él y sus hombres. No veíamos ninguna señal que nos hiciera suponer que hubieses ocurrido nada extraño. El camino hasta llegar a las faldas de los montes fue fácil, pero no así el ascenso. Sus pendientes eran muy pronunciadas y resbalosas, por ellas caímos una y otra vez haciéndonos polvo cada vez que resbalábamos. Cuando al fin logramos alcanzar la cumbre, descubrimos, para nuestro asombro, como aquello no era sino el comienzo de una nueva, enorme y cada vez más alta cadena montañosa y, lo que era peor, de Rodrigo, ni señal.
No nos quedaba más remedio que continuar avanzando en busca de algo que nos ayudara a encontrar a Rodrigo y a sus hombres. Empezamos a bajar el sendero y avanzar por el valle. Las cumbres eran cada vez más altas. De forma lenta comenzamos a subir por la que nos indicaba el sendero de Rodrigo. Poco a poco, paso a paso, nos acercábamos a su cima. Un poco más arriba, después de cruzar una zona de niebla que resulto ser una gigantesca nube, descubrimos a lo lejos, un poco más arriba de donde nos encontramos, pero en el monte de al lado, un gran monumento en forma piramidal, semejante a los que existían en Nueva Granada.
Hacia aquel punto nos dirigimos de inmediato, acelerando en lo que pudimos nuestro paso. Con más trabajo de lo que previmos, conseguimos alcanzar la falda del monte contiguo y comenzar a subir por él. A medida que subíamos, comenzamos a presentir alguna tragedia. Aquel lugar estaba completamente lleno de cráneos humanos, colgados de los árboles, señal inequívoca de la presencia de caníbales.
Continuamos el ascenso con las armas empuñadas dificultando aun más el ascenso. Al alcanzar un pequeño rellano, paramos a descansar el tiempo justo para comer algo y continuar en el intento de llegar al monumento aún con luz.
Cuando llegamos a su pie, quedamos sorprendidos de la altura real de la pirámide. Eran muchas más altas de lo que parecía desde lejos. Empezamos a subir, peldaño a peldaño, aquella interminable escalera, lo extraño fue, no ver a nadie por allí y su descuidado aspecto exterior. Al empezar a retirarse la luz del sol, alcanzamos la puerta de una pequeña caseta que coronaba la pirámide. Encendimos una antorcha y penetramos en ella. Curiosamente, empezamos a bajar otra vez, por unos cada vez más estrechos y húmedos pasillos.
Después de bajar con la impresión de bajar mas escalones de los que habíamos subido, entramos en una gran sala. Una vez en su interior, encendimos más antorchas para ver por completo el aspecto que la sala ofrecía, pero, al lograr iluminarla, no pudimos observar más que paredes desnudas, de donde partía otro pasillo que conducía a la sala contigua. Al entrar en ella nos encontramos el horrible espectáculo que ofrecían los cuerpos de nuestros hombres, incluyendo el de mi queridísimo amigo Rodrigo.
Sus cuerpos estaban colados de los pies, enterrados en polvo de oro hasta más arriba de la cintura. Consternados y preocupados, descolgamos uno a uno a nuestros compañeros. Terminada la desagradable misión de darles cristiana sepultura, el Padre Jaime, santifico el campo donde descansaban los cuerpos y fundamos un pequeño cementerio, al mismo pie de la pirámide, con el nombre de “San Justo”. Jamás llegué a recuperarme del tremendo pesar que para mí, supuso la perdida de Rodrigo.
Nos quedamos varios días por aquella zona, recogiendo el polvo de oro y buscando a los indígenas responsables de tan horrible asesinato. De igual modo, buscábamos comida, que, al llevar tanto tiempo de marcha, ya escaseaba.
El regreso fue lento, lo tuvimos que hacer a pie ante la imposibilidad, por otro lado ya prevista, de utilizar las balsas para remontar el río. Por el borde del mismo empezamos a caminar, subiendo por el camino por el que habíamos llegado allí. Los días, eran interminables. Pasábamos el día arrancándonos las sanguijuelas y escupiéndonos los omnipresentes mosquitos.
Quienes iban cargados con las sacas de oro eran, en cierto modo, los sentenciados a muerte porque, soportando el peso, se hundían más en el fango del pantanoso terreo y terminaron rendidos. Por si fuera poco, fuimos atacados por unos indígenas desconocidos que, debido a nuestra extenuación, nos causaron numerosas bajas, hundiéndonos aún más nuestra ya escasa moral.
De los setenta hombres que iniciamos el camino, apenas quedábamos veinte, y en más de la mitad, la fiebre estaba haciendo verdaderos estragos. Para nuestra ventura y gracias a la intuición de uno de nuestros hombres, encontramos de nuevo el cauce del río donde el agua amansaba. Construimos una pequeña y rudimentaria balsa y con el mínimo esfuerzo alcanzamos San Judas, donde nos recibieron los diez hombres, quienes habían organizado a la perfección todo el poblado.
Estuvimos descansando durante varios días, recuperándonos de lo acontecido. Lo más significativo fue la “casualidad” de haber conseguido llegar con todo el polvo de oro que arrastramos desde la pirámide. En el pueblo construimos, con la ayuda de los indígenas, una balsa mayor para volver al pueblo todos juntos, incluido el oro, que serviría de recompensa a los hombres que consiguieron sobrevivir y hacerles llegar su parte a las familias de los fallecidos, cosa esta que agradecieron todos los hombres.
Si poco tardamos en rebotar el río, menos aún en llegar a Nueva Granada. Entramos en medio de la algarabía general de sus moradores, que poco a poco, fue transformándose en preocupación, según se iban dando cuenta del estado de los pocos hombres que llegábamos. De todos modos, la gente siguió jadeándonos, con más fuerza si cabía, al instruir la epopeya que acabamos de vivir.
Cuando llegamos ante el gran palacio, mi padre estaba sentado en un pedestal de piedra, labrado con los escudos de Castilla y el de mi familia. Ni siquiera se levantó. Tuve que llegar a su altura y saludarlo de forma solemne, solo entonces se levantó y me abrazó con fuerza. Emocionados los dos, me costó verdadero trabajo separarlo de mi. Cuando conseguí que se tranquilizara y al fin pudimos sentarnos, y sin que nadie nos molestara, comencé a relatarle mis venturas y desventuras en el viaje que acababa de terminar. Me llevó casi toda la noche. Empecé a extrañar la presencia de María Luisa, pero, dada la importancia del tema que tratábamos no quise preguntar pensando que mías tarde me reuniría con ella. Cuando terminé el relato, él me miro fijamente, con una mirada delatora de que algo no iba bien. Se lavando, se me acerco lentamente y me abuzo de nuevo. Esta vez con lágrimas en sus ojos, no sabia como empezar a contarme la trágica noticia que también yo empezaba a intuir: durante mi ausencia y a causa del parto, habían perdido la vida María Luisa, como mi pequeña hija. Estaban enterradas bajo el altar de la que seria una gran catedral ordenada construir por mi padre. La pequeña solo pudo vivir el tiempo necesario para ser bautizada con el hombre de su madre. Juntas descansarían para siempre.
Aquel suceso termino de hundirme en una profunda tristeza, no por la soledad, o la perdida de mi amigo y familia en sí, sino porque pensaba que estaba siendo castigado por Dios, al ser el responsable de tanta injusticia y crueldad con los indígenas, que a mi pesar, se había realizado de forma infrahumana y con mas frecuencia de lo debido. Con todo esto, empezaron a acumularse en mi mente preguntas para las que nunca encontré respuesta. Cambio mi carácter, de tal forma, que ni yo mismo me apuntaba.
De aquella trágica experiencia solo recuerdo y creo que lo único que saque en claro, es la existencia de aquel otro río, que mi para ponerle nombre tuvimos tiempo. Alguien pensó en bautizarlo como Río de la Tranquilidad de los Muertos, “pero”, claro esta, no queríamos recordar eternamente estos sucesos, por lo que decidimos dejar el bautismo para una mejor y más alegre ocasión.
Mi padre me aconsejo que emprendiera de inmediato una nueva expedición, en el fin de sacarme de la depresión, que, poco, a poco, empezaba a minar mi espíritu, perdiendo todo interés por cualquier asunto.
Acepte sin vacilar volver a las pirámides y buscar, desde allí, a los responsables de la matanza y su poblado, que en vista de la grandiosidad presumimos, debería ser de baste rico.
Esta misión que iba a emprender, iba a ser muy triste y distinta sin los sabios consejos de Rodrigo ¿Cómo podía un capitán bajo cuyo mando habían muerto tantas personas, organizar otra misión? No lo se, pero había que hacerlo, y como siempre se hizo.

XVII NUEVA GRANADA

XVII NUEVA GRANADA


Los días de espera de la llegada de los refuerzos de España, con los remordimientos por lo sucedido con el Güají, ¡cuando odio debió tener acumulado en contra nuestra para actuar como lo hizo! Pero nosotros éramos infinitamente peores, matábamos sin sentimientos, ni siquiera el de odio.
Al poco el milagro esperado. Vela río arriba. Esta vez era toda una flota completa que trajeron, nada más y nada menos, que a mil quinientos hombre, y al frente de todo aquello, mi padre en persona.
La alegría fue inenarrable, allí hubo de todo, fiesta, comida, bebida, hasta alguna de las cabras que traían en las Naos se aso por ahí. Mi padre, enterado de las buenas noticias y de la mercancía recibida, organizo todo al detalle justificando de ese modo su retraso. Lo más fácil fue encontrar los hombres, quienes, al olor del oro, se ofrecieron voluntarios y sin paga alguna a cambio. En este caso, tuvo que quitárselos de encima, y lo peor estaba por llegar: por lógica y al venir tanta gente, había hombres de todas las calañas.
Una vez puesto al día, empezamos a relatar a mi padre nuestros planes a la vista de lo observado y descubierto por aquellos parajes. Como, por fortuna no faltaban hombres, decidimos organizar dos primeras expediciones: una por Rodrigo y la otra por mi mismo, quedando mi padres como Gobernador de San Juan, que para eso venía nombrado por el mismísimo Emperador.
Rodrigo partiría en dirección a ese gran pueblo de las montañas, mientras que yo continuaría río arriba intentando localizar nuevos poblados. La primera en partir fue la de Rodrigo, quien lo hizo muy de mañana, encabezando a más de quinientos hombres, elegidos entre la enorme multitud de voluntarios que se presentaron a la convocatoria.
Por mi parte, yo embarque en la nao de menor porte de las que llegaron de España, pensando en las ventajas de esta maniobra por el río. Partimos hacia el mediodía, en medio de un sofocante calor que nos tuvo toda la jornada empapados de sudor. Para esta misión, debido a que solo utilizábamos una embarcación, dispuse solo con ciento cincuenta hombres, que apenas pude acomodar en su interior.
En los primeros días todo transcurrió con absoluta tranquilidad. Pronto dejamos atrás, tanto la zona pantanosa como los restos del poblado que destruyo Rodrigo. El río parecía igual día a día de modo monótono, sin tener nada más que ofrecernos. De ese modo pasaron casi dos semanas, sin el mínimo vestigio de actividad. Los hombres empezaban a protestar pidiéndonos regresar al poblado y comenzar por otro sitio, quizás por tierra. Permanecí firme en la decisión tomada: estábamos aquí para conquistar tierras y lo demás seria bien recibido, pero desde Lugo mientras estuviese yo al frente de la misión, ningún oro se interpondría en nuestro principal motivo, aun así, comprendía que para la tropa era difícil entenderlo la impaciencia empezaba a hacer mella en ellos.
Gracia a Dios, no paso mucho mas tiempo antes de encantarnos en un enorme llano, donde pudimos desembarcar. Los hombres corretearon por el como jóvenes cachorros, estirando sus piernas. Cuando se desbocaron lo bastante, mande, reunirlos. Allí mismo acordamos introducirnos una buena parte de nosotros en la selva, con la esperanza de encontrar algo que mereciera la pena. Envíe a cincuenta hombres bajo el mando de un nuevo capitán, de los que habían llegado con mi padre. Desde la toldilla observe como desaparecían entre la bastísima vegetación de la selva.
Nosotros permaneceríamos allí durante una semana, si una vez trascurrida esta no teníamos noticias de ellos y según lo acostumbrado, enviaríamos a otro grupo en su busca. No hizo falta, cinco días después de su partida, volvieron sin resultado alguno y sentidos en un tremendo desengaño, por lo que embarcamos todos en la Nao y regresamos a San Juan con las manos tan vacías, como cuando partimos.
Allí estaba mi padre, esperándome en el embarcadero. Durante mi ausencia había, sido enviadas a España casi todas las Naos cargadas con todo lo que habíamos acumulado. Solo quedaron cuatro Naos incluidas la mía y la de Rodrigo. De este tampoco se tenia noticias, pero como partió en la misma fecha que yo, no nos preocupo demasiado.
Mi padre ya había organizado San Juan, tanto en lo administrativo como en lo social y militar, demostrando de nuevo con ello, sus grandes dotes como militar y administrativo. En poco tiempo gano el respeto de todos los moradores de San Juan.
El estaría en San Juan solo el tiempo necesario para dejar abiertas y bajo control las líneas de comunicación que se encargarían de llevar hasta España todo lo que aquí encontráramos, y dejar como Gobernador en San Juan a quien yo me temía. También se encargaría de administrar mis bienes en Osuna y los de mi familia, que de forma tan justa se había ganado. Propiedades que junto con lo que aquí empezaba a acumular con tanta rapidez, que tan solo mi buen Padre conocía a ciencia exacta a cuando se elevaba toda mi fortuna.
Varias semana después, por fin apareció Rodrigo contándonos que en efecto, había conseguido llegar a las proximidades de un enorme pueblo en que no se atrevió a entrar el solo con sus hombres, por ello había regresado en busca y por mas hombres, para cometer la empresa de su conquista con las mayores garantías de éxito. Tras otra semana de descanso, partimos con otros doscientos hombres más, armados con todo lo que disponíamos: culebrinas, cañones, ballestas, arcabuces etc.
El camino hasta el pueblo resulto mucho más fácil de lo que estímanos en un principio. Lo más complicado fueron las pendientes que subimos arrastrando tan pesadas cargas, lo logramos gracia a lo seco que encontraba el terreno. Una vez que tuvimos a la vista el enorme pueblo, observamos lo complicadísimo que seria tomarlo, según lo acostumbrado hasta ahora, ya que no podríamos rodearlo sin ser antes descubiertos por ellos. La única Manera de hacerlo seria por las bravas, entraríamos a caballo, seguidos de los arcabuceros, aprovechando la presumible confusión creada por el efecto de culebrinas y cañones.
Al amanecer, cuando el sol acuno había acabado de salir, empezó el machacón retumbar de los cañones. Desde nuestros puestos veíamos como el gene salía despavorido de sus casas, corriendo sin sentido. Cuando consideramos suficiente la confusión creada, entramos al galope, espada en mano, cortando cuantas cabezas se nos interponían. A continuación avanzaban los lentos, pero contundentes, arcabuceros y ballesteros, cubriéndose unos a otros; mientras unos cargaban sus armas otros disparaban sistema este que resulto muy eficaz en la primera fase de la ocupación. No así cuando, vencido el inicial miedo, los indígenas empezaron a respondernos. Entonces la lucha llegó al enfrentamiento cuerpo a cuerpo, en desigual lucha, ya que nuestras espadas atravesaban con facilidad los pequeños y frágiles cuerpos de aquellos hombres. Estuvimos pelando casi todo el día. Fue el combate más largo de los que me habían tocado en suerte hasta ahora, pero al final de la tarde, empezaron a dejar sus armas, vencidos, agotados y humillados.
Esa noche descansamos como pudimos, permanecimos siempre con uno de los ojos entreabiertos, y con las armas empuñadas, por si menester era el utilizarlas. Al despertar comprobamos la verdadera magnitud del pueblo, por llamarlo de algún modo, era mucho mayor que muchos de nuestros pueblos y ciudades importantes. Sus casas eran todas de piedra. Tenían numerosas imágenes gigantescas extraños labrados. En la plaza que parecía ser la de mayor tamaño, se encontraban dos pirámides de enorme altura con una larga y bella escalera que llevaba hasta la cima, desde la que se podía observar todo el pueblo.
En este pueblo, llamado Panui, o por lo menos así lo pronunciaban, sus habitantes eran gobernados por un Rey que se llamaba Racha. Este Rey era mas anciano de lo que parecía en un principio, tenia, o se le suponía, poderes sobrenaturales, que le venia dado por los dioses. Podía llegar a ordenar el suicidio de alguno de sus súbditos, sin que éste ni su familia protestaran, en mas lo consideraban un honor que les reportaría todo tipo de venturas y riquezas.
Todas sus costumbres nos resultaban extrañas. Era el pueblo mas raro de los que habíamos encontrado hasta ahora, pero también el mas grande, completo y organizado. Una vez asegurado el pueblo, mande buscar a mi padre para que pudiera ver con sus propios ojos la extraña belleza de sus monumentos, imágines, la delicada confección con la que estaban confeccionados sus vestidos, el inmenso yacimiento de oro, la fácil obtención de piedras preciosas. Sus animales, plantas, vegetales y demás extraños objetos. Todo aquello nos daba la inequívoca impresión de haber encontrado al fin, esa gran ciudad donde asentarnos y desde allí, fundar todo un nuevo reino para nuestro Emperador. Llamamos a la ciudad “Nueva Granada”.
Cuando llego mi padre comprobó con asombro la realidad de lo que le habían contado. San Juan quedaba a varias semanas de camino, por lo que en principio, no quedaba mas remedio que utilizar la senda que habíamos abierto, mientras no encontráramos otro punto más cercano al río.
Por fortuna, esta vez no tuvimos que construir viviendas para nosotros. Mi padre se alojo en el “palacio” del Rey a quien relego a una gran casa de algún súbdito suyo. Yo había traído a María Luisa, y con ella me aloje en otra de las grandes casas del pueblo. Mis capitanes y el resto de hombres se repartieron las casas más habitables, en las que permanecieron los indígenas, ya que prefirieron compartir sus casas con los Españoles a abandonarlas. En general, recuerdo que no hubo demasiados problemas.
Transcurrió mucho tiempo antes de que pensáramos en más conquistas. Estuvimos muy ocupados en sacar buen provecho de Nueva Granada y reforzando nuestras rutas con San Juan. Tampoco mi padre estaba mucho por la labor de nuevas misiones, sin antes haber “normalizado” las rutas de comercio con Sevilla. Así pués, tuvimos que esperar un tiempo para que mi “Santo padre” le diera la gana de autorizar una nueva misión.
Allá por noviembre, dejando Nueva Granada en manos de mi padre, con sus negocios y a maría Luisa “entretenida” con el embarazo de nuestro, muy esperado y retrasado primer hijo, partí en busca de un punto mías cercano al río, que nos permitiera ahorrar tiempo e incomodidades en el envío a España de tan ricos enseres.

XVI EL GÜAJI

XVI EL GÜAJI


Ya habían transcurrido varios meses desde la partida de nuestras naves con rumbo a España. Esperábamos no tener que esperar demasiado para verlas regresar con los refuerzos que estábamos esperando. Mientras tanto, y para no perder las formas, realizábamos pequeñas incursiones por los alrededores de lo que, por lo general, no sacábamos nada importante, tan solo alguna que otra nueva y extraña planta o raro animal. De igual modo, siempre lográbamos atrapara algún indígena que deambulaba, como nosotros, por aquellos parajes.
De entre los capturados, me fijé un uno que por su aspecto me resultaba familiar. Durante algún tiempo estuve observándolo y confirmando cada vez más mis sospechas. Cuando la curiosidad pudo con mi paciencia, lo mané traer a mi presencia. Entonces pude comprobar que eran ciertos mis presentimientos: el indígena en cuestión era un Güaji de los que masacramos. Mi impresión se noto en la expresión de mi cara, preguntándome al unísono tanto María luisa como Rodrigo, que se encontraban presentes en ese momento, por el motivo del extraño gesto.
Estuve un buen rato explicándoles el motivo mi reacción, lo que aclaró en ese instante muchas de las duras de Rodrigo tenía sobre lo sucedido en aquellos días, mientras que a María Luisa le sirvió para empezar a comprender que no siempre, iba a ser todo tan fácil y bonito como hasta ahora.
Este indígena me explicó como había logrado escapar del poblado en medio de todo el fragor del combate. También relato como pudo resistir tanto tiempo en medio de la selva, solo y sin ningún tipo de contacto con nadie, ya que ver a un Güaji solo, era una extraña ocasión que aprovechaban las demás tribus para eliminarlos por considerarlos sus más peligrosos enemigos. Resaltó en sus explicaciones, hasta que punto estaban unidas con la naturaleza estas criaturas de Dios. Algún día nos haría pagar Dios a todos por lo que estábamos haciendo con estos hijos suyos y con su “jardín privado”.
El Güaji nos resultó de mucha utilidad por el profundo conociendo que de aquella zona adquirió durante el tiempo que permaneció en ella escondido. También comprobamos su nobleza y sumisión. Probablemente a que estaría cansado de tanta soledad y sufrimientos, prefiriendo permanecer voluntariamente entre nosotros para su bienestar y nuestro provecho.
Otro asunto que particularmente me traía de cabeza era la identidad de aquellos misteriosos indígenas que vimos bajar por el río. No podían preteñiré a ninguna de las tribus conocidas hasta el momento lo que aumentaba mi curiosidad. Rodrigo, que también estaba intrigado, tampoco observó ningún indígena parecido a aquellos por lo que el tema lo discutíamos con bastante frecuencia.
Aprovechando el periodo de descanso que nos habíamos impuesto hasta la llegada de la gente de España, organicé el ascenso por el río en una de las embarcaciones para intentar localizar a los misteriosos indígenas. Seria simplemente un pasatiempo con el fin de caer en la desidia y rutina diaria, por tanto debíamos evitar cualquier tipo de riesgo, que no fuese el estrictamente necesario.
Como el pueblo estaba bien organizado, pude partir junto a Rodrigo, cosa que no hacíamos desde tiempo atrás. Utilizamos una sola embarcación, acompañados por diez hombres y dos culebrinas. El río era cada vez más tranquilo, permitiéndonos subir impulsados únicamente por la acción del viento sobre nuestra vela. Subíamos lentamente y disfrutando del esplendió paisaje, que como siempre se presentaba ante nuestros ojos. Lo que me extrañaba era no escuchar ningún ruido desde que cruzamos un pequeño lago, donde parecía empezar una zona bastante pantanosa. No alcanzábamos a ver la orilla, que se perdía entre la cada vez más frondosa masa de árboles. La oscuridad y silencio que de su interior llegaban tan escalofriante que aceleramos la marcha saliendo de aquella zona lo más deprisa que pudimos.
Cuando escuchamos de nuevo los pájaros, el movimiento de las ramas de los árboles y el chapotear de las ramas, atracamos la balsa en una pequeña bahía arenosa, para intentar estirar un poco las piernas. Por allí tampoco encontramos nada interesante y, mucho menos, rastro alguno de los indígenas que andábamos buscando.
Después de merodear por los alrededores, comer y dormir un poco, subimos nuevamente a la balsa y reiniciamos el camino. Andábamos con muchísimo cuidado, decanto todo tipo de señales para inténtalo, por todos los medios, no volver a perdernos, que ya fue suficiente con la padecida en carnes propias.
Pasamos la primera noche en la misma balsa fondeada en el centro del cauce por no encontrar ningún lugar que nos ofreciera el mínimo de seguridad exigible para nuestra tranquilidad. Lo peor fueron los mosquitos, que nos obligaron a taparnos con las mantas que llevábamos.
Al despertarnos vimos que alguien había clavado en nuestra balsa una lanza indígena con una cabeza de pájaro disecada de la que colgaban amuletos y otros extraños objetos. Eso, sin duda, era una advertencia. Dimos media vuelta y regresamos de inmediato al poblado, portando con nosotros aquel amenazante objeto. Al observarlo, los indígenas salían corriendo despavoridos entre gritos y espavientos, aumentando con ello nuestra, ya de por sí, gran curiosidad. Por fortuna, el Güaji fue el único que no mostró tenerle miedo al amuleto y permaneció junto a nosotros. Al preguntarle que era tal cosa, nos contesto que no lo sabia, pero que intentaría enterarse de inmediato, en cuanto pudiera hablar con algún otro indígena que dejara de correr.
Así lo hizo. Permaneció hablando con uno de ellos durante un tiempo. Por los gestos que hacía, parecía no estar muy dispuesto a explicar que significaba aquello pero, al final, vino a contarnos lo que había podido sacarle a su interlocutor, este amuleto era el símbolo de la tribu “Secota” que según todos los indígenas, eran caníbales muy peligrosos del temor de los hombres.
Nuestro Güaji no conocía tal tribu ni sus “satánicas” costumbres lo que explicaba su “valentía”. Este suceso ratifico nuestra necesidad de buscar a los Secota. Su simple existencia no lejos de allí, tenía muy preocupados a nuestros indígenas e interfería en su normal ritmo de trabajo. No se atrevían a ir a recoger nada sin la compañía de algunos de nuestros hombres, provistos de sus armas.
La discusión entre Rodrigo, nuestros hombres y yo mismo, se centraba en la conveniencia o no de esperar al resto de los hombres que no habrían de tardar mucho más en llegar desde España. Al final, como casi siempre, me salí con la mía, o me dejaban salirme, nunca lo sabré, y logré convencerlos de que no podíamos esperar más tiempo. Partiría con una partida de los hombres disponibles, quedando el resto a la espera de acontecimientos.
Tres días más tarde, salía con cincuenta hombres a bordo de dos barcazas. Al llegar al lugar donde pernoctaríamos, nos parapetamos y, con las armas preparadas, empezamos a remontar el río. No pudimos observar nada fuera de lo ya acostumbrado árboles, pájaros, extraños sonidos etc, así continuamos durante algunas jornadas. Lo lógico era pensar que, si por allí existía algún poblado, seguro que ya hubiésemos tropezado con él o lo habríamos pasado por que no iban a estar tanto tiempo navegando estos Secota solo para dejarnos el “regalo” que dejaron.
Dimos media vuelta y comenzamos el regreso, intentando poner el máximo de atención posible, hasta en los más pequeños detalles cada orilla, intentando encontrar, lo que lo mas seguro, habíamos pasado de largo.
Al día siguiente uno de los hombres observo unos troncos cortados que flotaban juntos atados a una de las ramas de los árboles que se introducen en el lecho del río. Al acercarnos a ellos resultaron ser un grupo de canoas vacías puestas al revés que pasaban ese modo desapercibías. Aquello explicaba como no las habíamos visto en el viaje de subida.
Por allí no encontramos sitio donde amarrar las balsas. La orilla estaba detrás de las ramas y era muy estrecha, lo que nos obligo a fondear lo más cerca posible y llegar hasta la orilla introduciéndonos en el agua hasta el mismísimo cuello.
Una vez puesto en pie sobre el fangal, por llamarlo de algún modo, comenzamos a centrarnos en la selva con el lodo hasta la altura de los tobillos. Esto, sin duda alguna, era lo que quedaba de una zona pantanosa que, en cuanto empezara a llover de nuevo, se inundaría otra vez. Para mayor desgracia, allí no había forma de dejar rastro alguno el barro era tan blando que ni las huellas de nuestras pisadas quedaban fijadas.
En esas condiciones proseguimos hasta alcanzar tierra algo más firme, sobre la que continuamos la marcha aprovechando un seco y firme sendero, pero tampoco por esos lugares encontramos señal de los indígenas. Al llegar la noche, montamos la guardia e intentamos dormir y descansar algo. Al no poder ninguno pegar ojo en toda la noche, levantamos el campamento mucho más temprano de lo acostumbrado y reanudamos la marcha.
Todo continuó igual, hasta llegar a un rellano, totalmente engalanado con unos palos, en cuyos extremos mantenían cráneos humanos. Allí había, sin exageración, por lo menos doscientos que nos pusieron la “carne de gallina”. Con toda la concentración que un hombre puede conseguir continuamos la marcha, cada vez más pegados unos a los otros, intentando de ese modo disminuir el miedo y sentirnos más arropados.
Rodrigo marchaba junto a mí, atento a cualquier ruido o extraño movimiento ajeno a los nuestros. De vez en cuando observábamos con pavor algún nuevo cráneo engarzado en una lanza o colgado de un árbol, pero a esto, aunque parezca mentira, conseguimos acostúmbranos rápidamente.
Lo que seguía creciendo era la intranquilidad y el miedo a que nos atacaran, hecho este que ocurrio de modo inmediato. Tal como presentimos empezaron a llovernos flechas desde todos los rincones de la selva. Comenzamos a disparar con nuestros arcabuces; pero solo cuando conseguimos montar y disparar una de las culebrinas, corrieron como liebres, asustados de lo que nunca habían visto ni oído. Al realizar el recuento, los indígenas habían conseguido acabar con la vida de cinco de nuestros hombres, herido de consideración a otros tantos y había algunos, entre ellos Rodrigo, con algún que otro rasguño.
Mandé trasladar a los muertos y heridos a la barcaza y continuar el resto con mayor precaución. Un poco más adelante encontramos otro claro con más cráneos y un pedestal labrado en piedra que estaba custodiado por una extraña figura de oro. Cogimos dicha figura y continuamos caminando. Tras una pequeña colina vinos el poblado Secota. En principio en nada se diferenciaba del resto de poblados encontrados hasta el momento únicamente se distinguía por ser sus cabañas mayores y por la utilización del barro para su construcción.
Estas cabañas estaban coronadas por un gran agujero del que salía gran cantidad de humo blanco, sospechamos todos lo mismo y al mismo tiempo, y volvimos a estremecerlos. Debían de estar todos allí reunidos, disfrutando de algún “suculento manjar” porque fuera de allí no se veía a nadie, lo que suponía una gran ventaja para nosotros. Ya habíamos decidido, en vista de la peligrosidad y las satánicas costumbres, que no daríamos la minima posibilidad de escape: simple y llanamente los eliminaríamos y en paz.
Rodeamos la gran choza, dispusimos a los arcabuceros en segunda línea, justo detrás de las culebrinas. El resto, ballesteros y nosotros mismos, tras los arcabuceros. Las culebrinas abrieron el fuego, impactando sobre el techo provocando el derrumbamiento de la edificación. Cuando empezaron a salir del interior, los Secota se iban encontrando con la muerte. No recuerdo el tiempo que duró la matanza, y no lo recuerdo porque suele ocurrir, cuando te encuentras matando y defendiendo tu vida a la vez, el tiempo deja de tener sentido, lo único que importa es acabar con el enemigo lo más rápido posible.
El suelo estaba cubierto por completo de cuerpos indígenas, lo único que nos falto fue comérnoslos también, pero, gracias a Dios, mantuvimos la cabeza “fría”. Al terminar la desolación fue indescriptible, aun la retengo en mis retinas. Allí mismo enterramos a los indígenas en una fosa común, y comenzamos el regreso a casa para dar cristina sepultura a los nuestros.

Durante el viaje de regreso, el Guaji no pronuncio palabra –ni falta le hacía…-. Nos miraba fijamente a los ojos uno a uno, preguntándonos si siempre teníamos que actuar de ese modo. Con el pueblo recuerdo que hicimos exactamente lo mismo, aunque algunos escaparon sobreviviendo milagrosamente. Matábamos sistemáticamente a los más guerreros, mas por miedo que por el peligro que suponía en si. Tan solo nos quedábamos con aquellos que demostraban su docilidad y sumisión, pero, los hombres solemos distinguirnos por nuestra cobardía.
Antes de llegar, el Güaji se me acercó y, en su “castellano” me pidió que le dejara en libertad, que no quería seguir ayudándonos exterminar en su propia raza. Me lo pidió de tal forma que fue imposible negárselo, pero le rogué que se quedara entre nosotros sin acompañarnos en las expediciones, a lo que accedió de buen grado.
A nuestro regreso, aún no se tenían noticias de los hombres que deberían llegar de España, por lo que comenzaba a sospechar que alguna tragedia le había podido ocurrir. Ya había transcurrido tiempo suficiente para ir y regresar. No obstante, seguiríamos esperando un tiempo prudencial antes de embarcarnos en alguna nueva aventura. No podíamos permitirnos el lujo de perder ni un solo hombre más. La última aventura con los Secota nos había costado diez hombres, mas los heridos, entre ellos Rodrigo, quien de forma lenta se recuperaba de su brazo. Y eso que tuvimos suerte de encontrarlos a todos juntos y distraídos en aquella enorme choza que si no, hubiese sido aún mayor desastre.
Varios días después, una de las patrullas de la que se dedicaban a merodear por los alrededores, trajo la noticia del descubrimiento de un pequeño poblado al otro lado del río. Desde la distancia que lo observaron no llegaron a concretar el numero exacto de indígenas que lo habitaban, pero si la enorme cantidad de figuras de oro que, según ellos, tenían dispuesta a modo de decoración. Suficiente motivo para desplazarnos con urgencia hasta allí. Para esta misión se presentaron voluntarios todos los presentes en la reunión, y es que el Oro tira, y mucho.
Preguntamos al Güaji sobre la nueva tribu, pero no los conocía. Rodrigo, por su parte, se dedicó a organizar nuestra partida con la mayor urgencia. No quisimos esperar a los refuerzos, pensando en la ventaja que supondría la sorpresa. El capitán me pido permiso para llevarse al Güaji, permiso que denegué en un principio, pero, en vista de la insistencia, a cedí con la condición de que evitaran en la medida de lo posible todo tipo de violencia con los indígenas y mas en su presencia, a quien había dado mi palabra, y no iba a falta a ella bajo ningún concepto por muy indígena que fuese a quién se la diera.
Partieron en dos balsas, con treinta hombres a bordo con cuatro culebrinas por si se “torcían” las cosas, y se torcieron. Nada mas llegar al poblado, y a la vista del Oro, comenzaron a disparara a todo ser vivo. Aquello duro muy poco, demasiado poco, pero el caso fue que, de nuevo, el suelo se cubrió de sangre indígena. Recogieron todo el oro que encontraron y tras pasar varios días holgazaneando por allí, en busca de algún superviviente. Regresaron por fin a San Juan.
La bronca que monumental Rodrigo había ejecutado exactamente al revés, todas las ordenes que le di y fue incapaz de justificar su actuación. Todo lo achacaba a la desobediencia de sus hombres, que presos de no se que miedo, empezaron a dispara sin autorización previa, desencadenándose de forma inmediata toda la cadena de acontecimientos que terminaron en una nueva masacre.
Al preguntarle a Rodrigo sobre la actitud del Güaji, ya que desde su regreso no se había vuelto a dirigirme la palabra, me contestó que, al comienzo del combate salió corriendo sin rumbo y que, desde entonces, tampoco lo había visto nadie. Me pidió disculpas y me prometió salir en su busca. Del mismo modo me volvió a pedir disculpas por el fiasco de la misión de la que lo único positivo fue la gran cantidad de oro encontrado.
Dos días después, y tras mucho buscar, trajo al Güaji. Estaba muy serio y no pude conseguir sacarle una sola palabra. Allí lo tenía con sus ojos clavados en los míos. Lo deje marchar, no pude decirle nada. Estos Güajis eran muy diferentes a resto de indígenas conocidos por mí hasta ese momento, quizás gracias a mi inolvidada Mussi. Creí que dejándole marchar, al menos no tendría que soportar su mirada. Esperaba que se adentrara en la selva, tan natural y conocida para él, que al final conseguiría reanudar su vida de indígena, pero de nuevo me equivoque.
Varios días después de su marcha y a media noche, note como alguien se acercaba a mis aposentos. Con el mis ojos como siempre, medio cerrados, medio en alerta, pude observar la silueta de un hombre que empuñaba un arma; empuñé la mía y cuando se acercó presto a quitarme la vida, de un rápido y mortal movimiento de mi espada, acabe con la vida de mi atacante.
Ya de pie, sobresaltado, abrazado por María Luisa, y en presencia de mis hombres que llegaron rápido a mi grito de auxilio, pude contemplar con horror y rabia el cuerpo sin vida del Güaji.

XV NUEVO COIN

XV NUEVO COIN


Lo que no recuerdo muy bien, es el tiempo que empleamos en cruzar todo el enorme trecho de mar que nos separaba de las nuevas tierras, pero eso quizás sea de menos importancia. Lo importante empezó cuando apareció ante mis ojos el pueblo entre las frondosas orillas del río. ¡Que distinto había sido este viaje! Esta vez remontamos el río en las propias Naos, que con todo el valor de mundo, nos aventuramos adentrar en el cauce y comprobar así su perfecta navegabilidad.
Cuando llegamos, el poblado entero se arremolino en el pequeño embarcadero y asombrados por el tamaño de los barcos. Lo que me extraño, fue el hecho de que nadie me hubiese reconocido, y ya que para mi ego, esperaba un recibimiento con la pompa que creía merecer. Tuvieron que pasar varias horas para que, por fin, uno de los ancianos me recordara. Este se encargo de transmitir la noticia y, el poco tiempo. Tenía en mi cabaña a todo el consejo de ancianos.
Durante mi ausencia, el poblado, que ya había crecido lo suficiente como para denominarlo “pueblo”, cobró una nueva perspectiva. Ya se apreciaban algunas casas de piedra y nos habíamos adaptado bastante al terreno al construirlas utilizando con buen provecho las enseñanzas de los indígenas. A mi, durante los primeros días, me alojaron en una de las antiguas chozas mientras terminaban una gran casa de piedra, que sería sede el Gobernador al que desde hace tiempo estaban esperando y que yo representaba.
María Luisa, no salía de su asombro; por más que intenta explicarle como era todo aquello, no logré hacerlo con detalle. No paraba de repetirme que no había logrado transmitírselo a pesar de tanta descripción. Mejor así, pensé yo, de este modo estará más entretenida descubriendo por ella misma, todos esos “detalles” y dejándome, de camino, más tiempo disponible para el trabajo.
Desde aquella vez, antes de nuestro regreso a España, que vimos al bajar por el río aquellos indígenas, no se me había ido la idea de averiguar de donde provenían, que ni los más ancianos del pueblo supieron identificar. Como por algún lugar había que comenzar, ¿por quien no intentar localizar el origen de estos extraños indígenas? Tras emplear bastante tiempo en convencer a Rodrigo de mí idea, este término aceptándola, más por obediencia que por propia convencimiento, pero, al fin y al cabo, logare lo que me proponía.
Partiríamos utilizando como siempre el río en unas barcazas semejantes a las que usamos durante el primer viaje, pero con madera mas robusta y ligeras, lo que nos proporcionaba mayor velocidad. Esta vez, tardamos muy poco tiempo en tenerlo todo preparado. Rodrigo había hecho un buen trabajo con los hombres, y eso se notaba. Estaban bien instruidos y con bastante moral, conseguimos, gracias a la experiencia adquirida por el capitán. Otro logro que conseguimos fue, resolver la falta de alimentos y la extremada dureza con la que, en algunos casos, capitanes más soberbios de la cuenta, trataban a los soldados: logramos reunir gran cantidad de alimentos y conseguimos un buen ambiente de compañerismo entre los hombres, lo que suponía mayor garantía de éxito para nuestra misión.
Entre tanto, el resto de hombres se habían ocupado de cargar las Naos con todo aquello que durante nuestra ausencia, se había acumulado: extrañas semillas, oro, plata, piedras preciosas y todo aquello que por allí encontraron. Sería un buen presente para mi padre.
Tras despedirnos de todos, muy en especial de María Luisa, desatracamos las cuatro barcazas y comenzamos a remontar el río. Me habían contado que nada se había hecho desde mi partida en cuanto a exploración se refiere. Nada, ni siguiera se intentó colonizar aquella zona de tan crueles recuerdos de los Güajis. Desde luego, y como, de antemano supuse, quedaba mucho por realizar.
Cuando llegamos al antiguo poblado, y tras restablecer el contacto con los indígenas, deje una barcaza con su dotación. Bautizamos aquel lugar con el nombre que tanto y a tantos nos unía a todos “Osuna”. En este lugar se encargarían de construir un embarcadero permanente e iniciar desde allí la comunicación con Nuevo Coin, intentando crear un segundo punto más hacia el interior.
Continuamos el viaje. Esta vez por aguas por las que no habíamos navegado antes, pero eso, en cierto modo, nos era indiferente, ya que al poco tiempo de estar por allí, todo terminaba por resultar igual de conocido como de desconocido. Con la lección aprendida navegábamos parapetados para protegernos de los ya experimentados y peligrosos ataques por sorpresa de los indígenas, de los que, de forma curiosa, no habíamos vuelto a tener noticias. Eso nos extrañaba, lo lógico para que, de una forma u otra, ya hubiesen dando señales de su existencia, pero nada nos indicaba que anduvieran por allí.
Nosotros buscábamos algún nuevo lugar, descampado, hueco entre la maleza o cualquier cosa parecida donde desembarcar pero parecía que una y otra vez se nos negaba. Tuvieron que transcurrir casi cuatro días para que al fin, llegáramos a un inmensa llanura en una inesperado ensanche del río. Allí mismo desembarcamos, junto al bosque, al resguardo bajo los árboles, montamos el campamento. Al día siguiente, mandé a Rodrigo que organizara la primera expedición hacia el interior, en busca de algo que nos indicara la bonanza de esas tierras. Así lo hizo, al mando de una treintena de hombres partió de madrugada.
Nosotros mientras tanto, empezamos a merodear por los alrededores de la zona, buscando las mismas cosas que Rodrigo. Aquello parecía un juego en el que todos participan muy gustosamente. Les servía de entretenimiento y no los dejaba pensar en cosas “extrañas”.
Lo que con más insistencia buscábamos eran indicios de oro o plata, pero sin despreciar el hallazgo de nuevas semillas, plantas o especias raras de aves, que también se cotizaban en los mercados de España.
Varios días después regreso Rodrigo, informándonos de la exigencia no mucho más allá de donde había llegado con sus hombres, de un poblado que se asentaba sobre una leve elevación del terreno. Lo que más le sorprendió fue que el mismo estaba defendido por una empalizada de madera que rodeaba todo el poblado, a semejanza del nuestro. Era la primera vez que dábamos con un pueblo de esas características. Hacia el nos dirigimos.
Al llegar, pudimos observar la magnitud que tenia la misma extensión que cualquiera de nuestros más grandes pueblos castellanos. Se comunicaba con el río mediante un ingenioso sistema de poleas, que utilizaban para subir y bajar sus canoas, conocían la fundición de metales y la construcción en piedra, detalles todos estos que pudimos constatar, gracias al tiempo que permanecimos ocultos, observando sus movimientos y costumbres.
Como resumen de la situación en la que nos encontrábamos, podría recordar que tras una larga reunión con mis oficiales, la única opción valida que encontramos fue la de atacar por sorpresa, ya que suponíamos que estarían, de igual modo, buen organizados militarmente.
Rodearíamos al poblado con nuestras culebrinas, cañones y arcabuceros, cerrando la huida de los indígenas que intentaran escapar. Mientras, el resto de los hombres, entrarían conmigo por el hueco que haríamos con los cañones en la empalizada.
Aún recuerdo el susto que se debieron de llevar los pobres indígenas al escuchar el estruendo que ocasiona tanto la explosión de la pólvora, como la caída de los troncos de la empalizada. Aprovechamos los primeros momentos de confusión y entremezclándonos con la densa polvoread levantada, entramos en el poblado sin dificultad alguna abatiendo a cuanto indígenas encontrábamos a nuestro paso sin distinguir si eran niños o mujeres. En plena lucha, ya es bastante difícil intentar salvar la vida propia, como para ir preguntado que, o quien eres. Por lo menos, eso siempre decía Rodrigo.
El pueblo resultó ser mucho más complicado en su configuración urbanista de lo que en principio parecía. Sus calles eran muy estrechas y de trazado anárquica, lo que dificultaba mucho nuestros movimientos. Además los indígenas, una vez superado al primer instante de aturdimiento, reaccionaron con fuerza y empezaron las complicarnos las cosas. Salían desde todos los rincones. Parecía salir de la tierra o que conseguían resucitar a sus caídos, poniéndolos de nuevo en combate. Nuestras bajas empezaron a ser lo suficientes como para ordenar la retirada, cosa que realizamos en completo desorden, a la desbandada. Menos mal que los cañones y culebrinas nos cubrieron la retirada, que si no, aquello terminado en tragedia para nosotros.
Una vez reagrupados de nuevo, decidimos castigarlos, previamente desde el exterior, para entrar después con mayores garantías de éxito. Pero no hizo falta los indígenas inteligentes como siembres. Aprovecharon la oscuridad de la noche, el conocimiento del terreno y utilizando como nadie su mejor arma, el silencio consiguieron escapar, sin que nos diésemos cuenta de lo que sucedía, ante nuestros ojos.
Esto cambio por completo nuestra imagen de los indígenas. Esperábamos que nos ofrecieran resistencia, pero por nuestro primer ataque, debieron de reconocer nuestra superioridad y temieron ser exterminados.
Al entrar de nuevo al pueblo, comprobamos su grado de desarrollo. Sus calles, hasta tenían empedrado y conducción para el agua. Plazas, soportales, campos de cultivo etc.; era sorprendente, con parado con lo que habíamos encontrado hasta ahora. Hallamos gran cantidad de utensilios de oro y platas vasijas, paltos, puntas de fechas, cuchillos…, lo que más llamo nuestra atención fue el poco valor que parecían dar al metal, lo cual nos dio la pista para el hallazgo del enorme yacimiento de oro que encontramos un poco más al sur del poblado.
Después de registrarlo todo, comer en abundancia y descansar, ordené a Rodrigo que intentara localizar a algunos indígenas del poblado para interrogarles sobre todo esto. Tardó muy poco en regresar con varios de ellos, a quienes consiguió atrapar mientras dormían más confiados de la cuenta.
Con ellos estuvimos entretenidos toda la tarde. Logramos entender que el oro lo sacaban del mismo cauce del río, y la plata, de un pequeño monte que desde allí se podía divisar. Que sus compañeros habían decidido huir definitivamente, a la espera de tiempos mejores, por lo que intenté convencer, al menos eso creo, a estos indígenas de que partieran en su búsqueda, son la promesa de que no les haríamos daño y los ayudaríamos en lo que necesitasen para reconstruir su maltrecho poblado. El indígena partió raudo, bajo la generalizada sospecha de no volverlo a ver jamás.
Comenzamos a organizar todo lo acostumbrado en el pueblo que bautizamos como “San Juan”. Estos Agustinos se mostraban muy diferentes al resto de los clérigos con los que anteriormente había tratado. Dedicaban primero sus esfuerzos a organizarse a sí mismo y después, poco a poco, con una encomiable paciencia, intentaban dialogar con los pocos indios que habíamos conseguido reunir hasta entonces. Esto me daba la necesaria tranquilidad como para ocuparme únicamente de mis asuntos, sin la necesidad de dedicarme a temas religiosos que no me incumbían.
La cantidad de oro encontrada era suficiente para llamar la atención de todos. Para muchos, aquello colmaba todas sus aspiraciones y las esperanzas depositadas al iniciar este viaje. Enviamos la noticia a Nuevo Coin y de forma inmediata llegaron como locos a bordo de la Nao que había quedado, que con la verificación de la navegabilidad del río, habían adentrado hasta San Juan.
Menos mal, que cuando llegaron lo teníamos todo perfectamente organizado, porque, con la ansiedad de llegar y ver el precioso oro, hubiese resultado fatal no haberlo tenido previsto. En teoría, todo el metal encontrado se repartía de la siguiente manera: el cincuenta por ciento, para la Corona; el treinta por ciento para mi familia, y el restante veinte por ciento, para la tropa y acompañantes. Así con todo claro y los escribamos llevando las cuentas, deje que se ocuparan del asunto manos expertas y me dedique a lo mío.
Al poco tiempo de la llegada de los de Nuevo Coin, regresaron la mayor parte de los indígenas del poblado con más miedo del que nunca pude ver antes reflejado en rostro humano. Esta vez, en vista de la confianza que había adquirido con los Agustinos, dejé por completo en sus manos la custodia y organización de los indígenas.
Mientras tanto, Rodrigo andaba indagando entre los indígenas donde podía haber más oro e, insistió tanto, que lo consiguió. Logro sonsacar a uno de ellos que, más al norte, donde las montañas dominan toda la selva, había rocas amarillas de donde sacaban el metal, el que ellos fabricaban todos sus utensilios. Como era de esperar, Rodrigo dispuso inmediatamente una expedición para ir en busca de tales rocas. Partió con cincuenta hombres y mandaría noticias en cuanto encontrada algo, en caso contrario, regresarían transcurridas varias semanas.
Yo me quede, muy a mi pesar, en el pueblo. Aproveché la ocasión que me dio la partida de Rodrigo, y la relativa tranquilidad existente en San Juan, para regresar a Nuevo Coin con María luisa. El viaje fue corto, sin y con un afectuoso recibimiento por parte de todos muy en especial por María Luisa.
Los indígenas estaban cada vez más integrados. La influencia de los nuevos frailes se empezaba a notar en todos los aspectos, pero en el que mías sobre salían, era en el aspecto integrador, respetando con esmerado cuidado las costumbres de los mismos.
Todas las preguntas que me hacían iban enfocadas hacia el monótono tena del oro, interrogándome tanto por la cantidad, como por la localización, transportes, calida. La Nao regresaría a España con las buenas noticias yy cargadas con estos preciosos metales y piedras que sin duda, atraerían a muchísimos más hombres, buscadores de fortuna, quienes facilitarían la labor de la conquista de más tierras. Regresamos a San Juan a bordo de una de las barcazas. El viaje fue tan rápido como el de ida, gracias al empuje de los hombres, en su impaciencia por llegar. Una vez allí, pregunte si había noticias de Rodrigo, obtuve una negativa como reexpuesto, que ya esperaba, por el poco tiempo transcurrido desde su marcha.
De lo que si me informaron, fue de la cantidad de hallazgos que habían realizado por los alrededores. El más importante una gran beta de plata, al mismísimo ras de suelo y de muy fácil explotación. También se descubrió otro de menor tamaño, pero de igual de metal de cobre. Parecía que, gracias a Dios, teníamos por fin la recompensa a todos nuestros sufrimientos y penalidades, en estas tierras tan generosas.
La navegabilidad del río era otra bendición al permitirnos la comunicación directa con España, ahorrando los tan costosos transportes por tierra hasta el puerto más cercano como había oído que pasaba en otras tierras conquistadas con anterioridad. Por tanto tuvimos la fortuna de poder abrir, un poco más adelante, una línea marítima directa entre los puertos de San Juan y Sevilla, relegando Nuevo Coin a un segundo plano en lo económico, pero es que donde se encuentra el oro, lo demás deja de tener importancia.
En vista de que aquellas tierras eran de tan buen provecho, envié a Nuevo Coin por el resto de hombres que hasta allí quisieran ir, dejando en aquel pueblo a los indígenas, que poco les importaba el metal y a los Agustinos, quienes de forma voluntaria decidieron quedarse y terminar el pequeño monasterio que empezaron a construir con la ayuda de los indios. No tampoco ellos habían venido a estas tierras por el oro, el resto de Agustinos llegaron andando a San Juan como promesa por alguna gracia concedida: cosa de curas pensé.
Al cabo de otras tres semanas y no teniendo noticias de la expedición de Rodrigo, envié a un grupo de hombres en busca de alguna señal. Deberían haber regresado en el plazo máximo de dos semanas en caso de no regresar en este plazo establecido, partiría otro grupo de hombres. Estos decidieron partir de inmediato y pasar la primera noche ya en el interior de la selva, para aprovechar de esa forma el máximo de horas de luz. Llevaban pocas armas, intentando avanzar entre la maleza lo más rápido posible.
Yo me dedicaba a escribir las cartas necesarias para mi padre, donde intentaba relatarme todos los hallazgos y le pedía todo tipo de cosas que aquí empezaba a hacer falta, aunque tenia la seguridad de que cuando viera llegar estas Naos, cargadas con tan esplendidas mercancías, le sobrarían mis encargos y se anticiparía a ellos, como nuestra de su dilatada experiencia en estos temas.
Lo más importante eran los equipos de fundición, par poder enviar el oro en las mejores condiciones de pureza posible y ahorrar peso y espacio en las y rentabilizar al máximo la capacidad de carga de los mismos. En fin, eran tantas las cosas que se tenían que organizar, contabilizar, improvisar sobre la marcha, que me estaba dando la impresión de estar convirtiéndome en un simple escribiente, y la idea no me gustaba en absoluto.
A los diez días de la partida del segundo grupo, regresaran cinco de ellos con la noticia de haber contactado con Rodrigo y los suyos: continuaban buscando por los alrededores, pero de forma inmediata iniciar el camino de regreso al campamento y ya nos contarían entonce lo sucedido durante el viaje por el interior de la selva.
En efecto, así fue, varios días después de la llegada de estos hombres, regresaba Rodrigo con sus fuerzas, traían cara de agotamiento y sus ropas daban nuestras de su intenso uso, declarando con ello que Ho había sido un viaje placentero el suyo.
Deje que descansaran, con la promesa de Rodrigo de que a primera hora se presentaría en mi casa dispuesto relatarme con todo detalle lo acontecido. Sentados por la mañana, alrededor de una buena y bien surtida mesa, empezó a relatarme lo de menos importancia y que a continuación resumo: encontrar, encontrar…., no habían encontrado nada, pero si localizaron a indígenas de minúsculo poblados, todos coincidían en la existencia de un gran pueblo en las montañas, que, según ellos, se encontraba donde nace el río. De este pueblo, contaron grandes historias, de guerreros invencibles, de hombres que eran capaces de volar, que dominaban los metales y lo más importante, todos los utensilios estaban realizados en plata y oro.
Allí pasamos toda la mañana, intentando sacar algo en claro de todo lo que Rodrigo contaba. Por lo general y apoyándonos en las experiencias de otros, que como nosotros, trataban con indígenas eran formidables en el arte de mentir, debiendo poner todas sus historias en cuarentena. Pero sin embargo, nuestro indígenas poco trato habían tenido con castellanos, por lo que todavía coserían capaces de mentir e inventar tan fantásticas aventuras, y más si las contaban indios de tribus distintas, como era nuestro caso. Este era el único argumento válido para justificar una nueva aventura. Cuando llegaran los esperados refuerzos de España, pues ya era mucho el terreno a controlar, y a pocos los hombres que quedábamos para ello.